A las once de la mañana, puntualmente, aparecía ella, con su carrito de la limpieza; el fuerte olor a desinfectante, percibía yo, aun antes de que ella abriera la puerta, y me regalara una sonrisa. Después se acercaba a la cama, donde mi madre semiinconsciente, movía ligeramente los párpados, dándome a entender que la reconocía. Complacido, me levantaba del sillón, donde solía leer el periódico, y todas las revistas que pillaba. Se trataba de matar el tiempo y esperar...
- Hoy se la ve mejor, -solía decirme ella, mientras le cogía la mano con aquella delicadeza que sólo tienen las mujeres extremadamente dulces.
-Tu crees? -yo cada vez la veo peor...
Y yo salía de la habitación, y esperaba en el pasillo a que aquella mujer espectacular hiciera su trabajo.
Todavía hoy, después de tantos años, no la he podido olvidar; tenía una mirada acuciante, que yo aprendí durante aquellos días, a traducir, a través de sus chispeantes ojos negros. Debía de haber nacido en el sur, entre flores de azahar y tablaos de flamenco, su presencia, despedía un sutil olor a manzanilla y a romero, se notaba su origen en la cadencia de su contoneo, en su piel aceitunada y uniforme, y en su acento... aquel seseo, que tanto me llegaba a excitar...
Yo acostumbrado a la palidez y frialdad de las mujeres del norte, no imaginaba que existieran chicas así. Al cuarto de hora se iba, y yo la veía inmiscuirse por aquel largo pasillo, y hacerse paso entre las estiradas enfermeras, que se paseaban con sus fonendoscopios, creyéndose modelos de pasarela, y entre los médicos, que deambulaban durante toda la mañana, andando y desandando, el largo pasillo de la planta sexta; siempre con las manos en los bolsillos y eso sí, la cabeza erguida a modo de avestruz.
Nunca me atreví a decirle cuanto me gustaba, me retraí de invitarla a un simple café, y tampoco supe, ni siquiera cortejarla; me limitaba sólo a cruzar tres o cuatro palabras con ella, muy breves, como he sido siempre yo. Breve y tedioso.
Durante aquel tiempo, agradecía la enemistad entre mi esposa y mi madre; algo raro debe de pasar con la química que circula por el cerebro, para que uno siempre se enamore de la persona equivocada, y que con el paso de los años, ya no queden ni siquiera los rescoldos de la pasión que te hizo perder la cabeza, sin embargo, algo me decía, que podían existir mujeres que se incrustaran irremediablemente en la piel, y dejaran para siempre una huella imborrable, entonces lo presentía, y ahora, demasiado agotado y viejo, lo sé con certeza.
En aquellos tristes, y a la vez inolvidables días; que ella no apareciera, suponía un gran alivio para mí, y yo me sumergía, cada vez más, en aquella atmósfera sureña, en aquella muchacha de pelo oscuro y curvas de infarto. Y el frenesí de mis impulsos, el devaneo de mi mente por aquella triste habitación, me hacía desear que mi pobre madre, permaneciese en aquel estado semicomático de por vida. Agradecía también, por primera vez, mi jubilación anticipada, y poder pasarme allí, todas las mañanas, esperando que llegaran las once y verla aparecer...
Todo, por una mirada, por una sonrisa, todo por casi nada; eso es lo que fuí yo en su vida: nada.
En cambio ella, se metió en mi mente sin avisar, rastreó en mi imaginación, todos los rincones permitidos, y los prohibidos, y los que yo mismo nunca me había molestado en buscar. A menudo, solía sentirla junto a mí; me hablaba con su acento andaluz; y yo, siempre rodeado de gente, sólo la oía decir, sin escucharla, pero era porqué no podía dejar de mirarla sin verla.
El día de la semana que tenía libre, la imaginaba igualmente, y veía su cara en las de las otras, que no miraban igual, pero a mí me daba lo mismo, ya tenía en mi mente, cada rasgo de aquel rostro perfecto y gracil
Dos largos meses, pasó mi madre, atada injustamente a una vida que no era vida, los mismos que a mí me parecieron cortísimos, deseando injustamente que no se moviera de allí; a sabiendas, de que su vida dependía de un aparato, que ya no recuerdo como le llamaban, sólo sé que marcaba los biorritmos; las enfermeras lo observaban y hacían anotaciones en una libreta, y me decían que todo seguía igual
Así, todos los días, después se iban, y allí me quedaba yo, entre la vida y la muerte, hasta que llegaba ella, y la muerte decidía esperar, y la vida me devolvía de nuevo al mundo, a su mundo, que yo apenas conocía, pero que lo sentía mío también
Había llegado a la conclusión de que tan sólo existía durante aquellos quince minutos diarios, en que la tenía cerca, y que el resto del tiempo hibernaba, para aparecer al día siguiente más resplandeciente para ella, que ajena a mis fantasías, no hacía nada especial para fomentarlas.
La mañana en que decidí dejar de hibernar para siempre, me levanté más temprano de lo habitual, pero antes, le había hecho el amor durante horas pensándola, y una media hora me la pasé tocándola sin tocarla, penetrándola sin rozarla, hasta que me hundí y refresqué en un pozo de sudor, saliva y semen insaciable, por hallarlo vacío, y por primera vez lloré al recordarla.
No sabía su nombre, y decidí llamarla provisionalmente "brisa."
Me afeité sin premura, y dediqué a la tarea más tiempo del que acostumbraba. La ducha me había dejado relajado, y las arrugas de mi cara, más expresivas, que de expresión, parecían aquella mañana estiradas, yo deduje que por la emoción de mi encuentro con ella. Elegí cuidadosamente la ropa que iba a ponerme, algo pretenciosamente juvenil que llamase su atención. Después, bajé las escaleras una a una, pausada, pero firmemente, como queriendo demorar el momento en que iba a dejar a mi mujer para siempre, pero decidido a enfrentarlo. Ella leía el periódico, y llevaba puestas sus gafas de ver de cerca; allí estaba, en la cocina, mientras saboreaba delicadamente sorbos de café muy negro, sin ni siquiera percatarse de la colonia cara que me había puesto. No me importó en absoluto, al fin y al cabo, el escaparate no era para ella. Le dije tantas cosas allí de pie, a intervalos, parecía sujetar el marco de la puerta, como si fuera a desprenderse de la pared de un momento a otro; le hice tantos reproches, había tanta ira contenida... A ratos, me exaltaba y gesticulaba torpemente con las manos, entonces soltaba el marco, sin preocuparme ya de sujetarlo. Ella debió de percibir mi estado enajenado, pero fingió no inmutarse, siguió paladeando el café, y cuando lo teminó, apartó la taza, y mirándome por encima de las gafas, ni contenta, ni afectada; me dijo que estaba bien, y que podía irme cuando quisiera. Yo respiré aliviado de que no pusiera pegas, teniendo en cuenta lo ambiciosa que era.
Tampoco, me importaba demasiado que los abogados me desplumaran. Podía vivir humildemente, no me importaba si iba a pasar el resto de mis días con ella, si iba a respirar todos los días aquella agradable brisa del sur.
Conduje muy despacio, los veinte kilómetros que distaban entre mi acogedora casa y el hospital. Por primera vez, no me cabreé en los semáforos. Repetí, cuidadosamente en mi mente, cada cosa que le iba a decir; iría paso a paso, con ella, y procuraría no meter la pata, tenía que conseguir como fuera que aquella mujer se fijara en mí. Era joven, y podría darme hijos, sanos y fuertes como ella; sería el arco iris que nunca aparecía en mis tristes días de lluvia, y cuando el sol asomara por el horizonte, los dos bailaríamos abrazados al amanecer; baladas lentas que yo le susurraría al oído, o flamenquito si ella quería.
Tomé el ascensor, sonríendo, y muy animado por lo que pensaba decirle, y todas las gentes allí dentro, en aquel espacio tan reducido se me antojaban aquel día, encantadoras.
Así es la vida, cuando la imaginación se adueña de los sueños.
Se me hizo eterna la espera, mientras yo trataba de hablarle a mi madre, que aquella mañana, parecía haber empeorado. La enfermera entró puntualmente a las diez, con sus adornos reglamentarios, y aquel gesto condescendiente, que tanto me exasperaba.
-Creo que está peor, -me atreví yo a decir.
-Todo está controlado, -me contrarió ella. Y salío sin decir nada más, altiva y distante.
-Pija insolente... balbuceé yo, en cuanto ví que se cerraba la puerta.
Conservaba en mi cara esa expresión impaciente que nos da la esperanza, pero cambió de inmediato por otra de incertidumbre, cuando a las once en punto de aquella mañana, el carrito de la limpieza, me despertó de mi sueño, y ví que la chica que lo sujetaba, no era ella. Me levanté del sillón respingadamente, como si una ortiga, me hubiera rascado en el trasero.
-Tiene que salir, -y sus palabras taladraron mis oídos.
Pero... No podía ser, ella había descansado el día anterior, hoy tenía que venir, pensé yo, mientras las facciones se me contraían y notaba un escalofrío en mis miembros, debido al sudor frío que había comenzado en mi frente, y se estaba deslizando por todo el cuerpo.
-Perdone... Y la chica que limpia esta planta? -le ha ocurrido algo?
-Algo muy bueno, -respondió ella, divertida.
-Es que Rocío, se casa hoy, y en quince días, no la veremos por aquí, algo bueno tenía que tener el casarse: El permiso, claro.
Salí de allí, y deambulé por los pasillos cabizbajo, de repente me sentí muy viejo y cansado; la gente se cruzaba conmigo, y a veces me empujaba sin querer, yo ni me daba cuenta. Me pasé casi una hora en ese estado, entregado todavía a su recuerdo, que me taladraría las neuronas de por vida.
Cuando regresé a la habitación, mi madre acababa de morir, y yo hacía ya un rato que había comenzado a dejar de vivir.
Me separé de mi mujer, y me pasé estos últimos veinte años solo, solo y triste. diez años atrás, volví a ver a Rocío, que así se llamaba, aunque ella, nunca me lo dijo, llevaba cogidos de su mano a un par de críos de entre cinco y ocho años. Ella por supuesto, no me reconoció, yo desde aquel día, preferí aferrarme aun más a su recuerdo, intacto a como era cuando la conocí, y muy distinto al que tenía ahora, estaba muy deteriorada, había perdido toda su gracia y frescura, y se había convertido en una mujer vulgar; ya no se respiraba en ella, la brisa del sur... Pero aquella chica que limpiaba hace ya veinte años las habitaciones de la planta sexta, se quedará para siempre en mi recuerdo, a ella, no la olvidaré nunca.
FIN.
Dos largos meses, pasó mi madre, atada injustamente a una vida que no era vida, los mismos que a mí me parecieron cortísimos, deseando injustamente que no se moviera de allí; a sabiendas, de que su vida dependía de un aparato, que ya no recuerdo como le llamaban, sólo sé que marcaba los biorritmos; las enfermeras lo observaban y hacían anotaciones en una libreta, y me decían que todo seguía igual
Así, todos los días, después se iban, y allí me quedaba yo, entre la vida y la muerte, hasta que llegaba ella, y la muerte decidía esperar, y la vida me devolvía de nuevo al mundo, a su mundo, que yo apenas conocía, pero que lo sentía mío también
Había llegado a la conclusión de que tan sólo existía durante aquellos quince minutos diarios, en que la tenía cerca, y que el resto del tiempo hibernaba, para aparecer al día siguiente más resplandeciente para ella, que ajena a mis fantasías, no hacía nada especial para fomentarlas.
La mañana en que decidí dejar de hibernar para siempre, me levanté más temprano de lo habitual, pero antes, le había hecho el amor durante horas pensándola, y una media hora me la pasé tocándola sin tocarla, penetrándola sin rozarla, hasta que me hundí y refresqué en un pozo de sudor, saliva y semen insaciable, por hallarlo vacío, y por primera vez lloré al recordarla.
No sabía su nombre, y decidí llamarla provisionalmente "brisa."
Me afeité sin premura, y dediqué a la tarea más tiempo del que acostumbraba. La ducha me había dejado relajado, y las arrugas de mi cara, más expresivas, que de expresión, parecían aquella mañana estiradas, yo deduje que por la emoción de mi encuentro con ella. Elegí cuidadosamente la ropa que iba a ponerme, algo pretenciosamente juvenil que llamase su atención. Después, bajé las escaleras una a una, pausada, pero firmemente, como queriendo demorar el momento en que iba a dejar a mi mujer para siempre, pero decidido a enfrentarlo. Ella leía el periódico, y llevaba puestas sus gafas de ver de cerca; allí estaba, en la cocina, mientras saboreaba delicadamente sorbos de café muy negro, sin ni siquiera percatarse de la colonia cara que me había puesto. No me importó en absoluto, al fin y al cabo, el escaparate no era para ella. Le dije tantas cosas allí de pie, a intervalos, parecía sujetar el marco de la puerta, como si fuera a desprenderse de la pared de un momento a otro; le hice tantos reproches, había tanta ira contenida... A ratos, me exaltaba y gesticulaba torpemente con las manos, entonces soltaba el marco, sin preocuparme ya de sujetarlo. Ella debió de percibir mi estado enajenado, pero fingió no inmutarse, siguió paladeando el café, y cuando lo teminó, apartó la taza, y mirándome por encima de las gafas, ni contenta, ni afectada; me dijo que estaba bien, y que podía irme cuando quisiera. Yo respiré aliviado de que no pusiera pegas, teniendo en cuenta lo ambiciosa que era.
Tampoco, me importaba demasiado que los abogados me desplumaran. Podía vivir humildemente, no me importaba si iba a pasar el resto de mis días con ella, si iba a respirar todos los días aquella agradable brisa del sur.
Conduje muy despacio, los veinte kilómetros que distaban entre mi acogedora casa y el hospital. Por primera vez, no me cabreé en los semáforos. Repetí, cuidadosamente en mi mente, cada cosa que le iba a decir; iría paso a paso, con ella, y procuraría no meter la pata, tenía que conseguir como fuera que aquella mujer se fijara en mí. Era joven, y podría darme hijos, sanos y fuertes como ella; sería el arco iris que nunca aparecía en mis tristes días de lluvia, y cuando el sol asomara por el horizonte, los dos bailaríamos abrazados al amanecer; baladas lentas que yo le susurraría al oído, o flamenquito si ella quería.
Tomé el ascensor, sonríendo, y muy animado por lo que pensaba decirle, y todas las gentes allí dentro, en aquel espacio tan reducido se me antojaban aquel día, encantadoras.
Así es la vida, cuando la imaginación se adueña de los sueños.
Se me hizo eterna la espera, mientras yo trataba de hablarle a mi madre, que aquella mañana, parecía haber empeorado. La enfermera entró puntualmente a las diez, con sus adornos reglamentarios, y aquel gesto condescendiente, que tanto me exasperaba.
-Creo que está peor, -me atreví yo a decir.
-Todo está controlado, -me contrarió ella. Y salío sin decir nada más, altiva y distante.
-Pija insolente... balbuceé yo, en cuanto ví que se cerraba la puerta.
Conservaba en mi cara esa expresión impaciente que nos da la esperanza, pero cambió de inmediato por otra de incertidumbre, cuando a las once en punto de aquella mañana, el carrito de la limpieza, me despertó de mi sueño, y ví que la chica que lo sujetaba, no era ella. Me levanté del sillón respingadamente, como si una ortiga, me hubiera rascado en el trasero.
-Tiene que salir, -y sus palabras taladraron mis oídos.
Pero... No podía ser, ella había descansado el día anterior, hoy tenía que venir, pensé yo, mientras las facciones se me contraían y notaba un escalofrío en mis miembros, debido al sudor frío que había comenzado en mi frente, y se estaba deslizando por todo el cuerpo.
-Perdone... Y la chica que limpia esta planta? -le ha ocurrido algo?
-Algo muy bueno, -respondió ella, divertida.
-Es que Rocío, se casa hoy, y en quince días, no la veremos por aquí, algo bueno tenía que tener el casarse: El permiso, claro.
Salí de allí, y deambulé por los pasillos cabizbajo, de repente me sentí muy viejo y cansado; la gente se cruzaba conmigo, y a veces me empujaba sin querer, yo ni me daba cuenta. Me pasé casi una hora en ese estado, entregado todavía a su recuerdo, que me taladraría las neuronas de por vida.
Cuando regresé a la habitación, mi madre acababa de morir, y yo hacía ya un rato que había comenzado a dejar de vivir.
Me separé de mi mujer, y me pasé estos últimos veinte años solo, solo y triste. diez años atrás, volví a ver a Rocío, que así se llamaba, aunque ella, nunca me lo dijo, llevaba cogidos de su mano a un par de críos de entre cinco y ocho años. Ella por supuesto, no me reconoció, yo desde aquel día, preferí aferrarme aun más a su recuerdo, intacto a como era cuando la conocí, y muy distinto al que tenía ahora, estaba muy deteriorada, había perdido toda su gracia y frescura, y se había convertido en una mujer vulgar; ya no se respiraba en ella, la brisa del sur... Pero aquella chica que limpiaba hace ya veinte años las habitaciones de la planta sexta, se quedará para siempre en mi recuerdo, a ella, no la olvidaré nunca.
FIN.
10 comentarios:
Jo. ves como hay que ser práctica y no dejarse llevar por los sentimientos, mira ese pobre hombre, pa que luego ya ella estuviera vieja y con niños y no lo dices pero segurísimo que los abogados de su mujer lo dejaron sin un duro, ay que me da mucha lástima ese hombre.
La historia de amor me gusta por inverisimil y muy poético todo bet, lo de cuando pensaba en ella bla, bla, bla, antes de levantarse, me gustó mucho y lo del marco de la puerta, bueno todo.
pdta
je,je,je,dejas a tu gremio por los suelos, ya tocaba no:)
besitos amiga.
Hola Bety.
Muy buen relato, muy bien contado, muy bien escrito y escrupulosamente detallado, te olvidaste de detallar de que manera se afeitaba si con máquina o a cuchilla, pero es un detalle mínimo que no tendré en cuenta.
Y nada mas, que a mi si que me gustan mucho las enfermeras, unas mas que otras,sobre todo hay algunas que excitan mis sentidos, y son las que nunca dicen: todo stá controlado, las que van de blanco con o sin fonendoscopio, las que son algo insolentes y se atreven a desafiar a quien no deben, esas me vuelven loco. A lo mejor hasta me caso con una algún dia y todo.
Del norte o del sur, del este, el oeste. Ya veré. Pienso en ello mientra ando y desando los pasillos todos los días.
Me sigues gustando, te dejo un abrazo.
JOSE
sin comentarios jejjje:)
T I R I T A S
HOLA!
Conocía tu pasiín por Sevilla. Has escrito una historia muy chula bea. Ha habido un par de momentos en ella muy bonitos.
Yo yambien he pensado muchas veces que hacen todos los días los médicos y "las enfermeras" paseandose de un lugar a otro y más gente lo piensa, te lo aseguro, sin desmerecer el trabajo que hacen que es incuestionable. Esto es sólo una historia y como tu dices siempre cuentas las cosas como quieres, Me parece bien, nunca te lo comenté, pero es cierto, hoy me ha dado la risa, fíjate!! siempre pareces ir un paso por delante de mi en todo, es verdad.
Te mando besos y abrazos y para jose, pues eso más tititas)
HOLA
Y como siempre, gracias por pasar por mi espacio. Gracias por regar con el liquido de tus opiniones mi suelo arido, seco, mustio, muerto.
Esta historia es muy dulce y sagaz. Ese enamoramiento tipo penelope de serrat, a todos nos pasa. Siempre amamos un instante, una epoca, un tal vez, una esperanza. Siempre vagamos entre los mismos recuerdos una y otra vez deseando aparecer en otro lugar, otro mundo, otra vida. No queremos el paso del tiempo en nuestros corazones marchitos de promesas rotas y de esperar esa llamada, esa carta, ese encuentro, que nunca llega, y entonces nos enrolamos en otros amores, otras ausencias, otras voces y dejamos ese deseo guardado en un pliegue de nuestra alma aventurera y dolorida, para ir por el de vez en cuando y divagar con lo que pudo haber sido y no fue y no sera ya jamas porque el momento ya fue, ya paso, ya no existe.
Muy lindo Beatriz. Ademas me doy cuenta que estas escribiendo muchisimo. Y eso me hace feliz.
UN BESO. CUIDATE MUCHO
STAROSTA
(UN PRODUCTO DE TU IMAGINACION)
Hola y en buena hora!
Yo tengo sangre andaluza por parte de padre. Gracias por ese guiño a la que siempre consideré un poco mi tierra. Pero lo que ocupa. La historia es narrada por un hombre que recuerda un momento concreto de su vida. Encuentro una exactitud y suavidad especial al contarlo y una agilidad textual que resulta coherente y reflexiva, a pesar de ser una historia de amor unilateral.Perdura el recuerdo y el choque al encontrarla al cabo de 10 años, y comprobar que ya no era la misma, refuerzan aun más ese recuerdo de lo que no fue y pudo haber sido.
Lo encuentro excelente y escribes como quieres, da igual que seas ambigua o superclara, incisiva o romántica. Tu eres la guinda que adorma cualquier pastel con tu increible forma de contar las cosas. Gracias por este blog lleno de encanto y belleza y por tu indiscutible talento.
A mi me fascina el norte, su gastronomía, su clima, su paisaje, su luz y sobre todo sus mujeres. Las chicas del norte si que son un encanto.
Un abrazo Beatriz.
hola bea
Aupo el comentario de marcos, pues claro que elnorte tiene su encanto jeje!
Me gustó mucho la manera en que lo recuerda ese hombre, siempre idealizamos cuando se trata de amor. La rutina, la convivencia mata todo. Todo es más bonito cuando se idealiza, luego el choque con la realidad lo afea bastante.
Un besazo bea. Muy buenas las anécdotas y el compás tan pausado me emocionó.
Hola Beatriz.
Veo que se siguen sin comer perdices aquí?
Me gusta mucho como escribes, todo está envuelto de un aura muy atractiva y lo tuyo siempre es provocar. Te sigo desde hace poco poero espero que no te pierdas y sigo esperando ese finasl feliz,
Buena historia. Te felicito.
Un beso.
Hola guapísima.
que dulce eres cuando quieres eh, precioso, pero a mi me gustan las chicas del norte. Mucho.
te quiero. Besos!
HOLA, BONITA. ESTOY MIRANDO TU BLOG. POR SI NO LO HICE ANTES, TE INVITO A Q' ME VISITES EN "VERSOS NEGROS" CRE Q' VA A SER DE TU AGRADO. SIGO MIRANDO. LUEGO TE CUENTO. BESO.
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