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ALGUIEN ESTÁ LLORANDO

"La teniente Olivia Monroy era una mujer menuda y de tez muy pálida; sólo con  observar sus movimientos lentos y opacos se adivinaba que no era gustosa  de soportar largos monólogos y yo, que deseaba tanto que me escucharan, no me atreví a pronunciar una sóla palabra durante los interminables minutos que me entretuvo sentada  frente a ella. Allí me mantuve inmóvil, con las manos entrelazadas y memorizando cada uno de los mohines de su cara, esperaba que al menos alguien como yo despertara su curiosidad; al fin y al cabo, tarde o temprano dejaría de escribir y llegaría el momento en que yo tuviera algo que contar.

                                                           
 Y tenía tantas cosas que explicar; así era en las películas policiacas que tanto me gustaban donde los polis siempre dejaban que el incauto que confesaba sus crímenes (la mayoría de las veces precipitadamente, todo hay que decirlo) se explayara a sus anchas detallando cada uno de los recónditos instintos que justificaran su delito; así era siempre, pero aquella mujer no estaba en mi imaginación, ni era un personaje de ficción, era real, absurdamente real y mezquina y yo, me permitía el lujo de juzgarla a ella ante la brutal indiferencia que parecia inspirarle. 

  Olivia me miró sin mucho interés y al fín parecía que llegaba mi momento o eso creía yo, porqué apenas pronuncié dos palabras me cortó secamente y me dijo que me ciñera a los hechos y, eso consistía en decir día y hora en que ocurrieron y hora exacta en que todo terminó. Me costaba entender sus últimas palabras ya que había sido yo la que había ido voluntariamente a entregarme pero, no tuve tiempo de pensar demasiado... 

No pasaron ni cinco minutos cuando dos policías me sacaron de allí, sabía que ya no me dejarían contar mi historia. Otra mujer policía también sujetaba a mi niño mientras meneaba la cabeza de un lado a otro, después con un gesto muy delicado lo apoyó sobre un carrito que tenía  al lado de su mesa; al poco tiempo dos enfermeros que no se de dónde habían salido se lo llevaron y, yo me angustié porqué le tenían la cara cubierta por la manta con que yo tan celosamente había envuelto su cuerpecito,¡me lo van a ahogar!, pensé, mientras los dos maderos me arrastraban de muy mala manera hasta el calabozo.

 Aquel cubículo no estaba demasiado sucio pero igual olía fatal, a desinfectante o matarratas; yo que soy alérgica a los olores demasiado penetrantes comencé a estornudar hasta caer agotada en el estrecho catre. Soy tremendamente escrupulosa, así que aparté los sucios harapos y quitándome la chaqueta me tumbé encima, cuidando que mi pelo quedase debidamente apoyado sobre  ella, por si acaso había piojos o cualquier otra porquería. Me preguntaba que habrían hecho con mi hijo, sabía que no era mío, pero sólo porqué no lo había parido, pero fue mío durante un tiempo; yo le cuidé, le cambié, le alimenté y estuve con él en todo momento, ¿no consiste en eso la maternidad?, ¿no tengo yo derecho a ser madre también?, después de todo había decidido  devolverlo a sus padres pero no me dejaron explicarlo y, se lo  llevaron sin más.
 
No se que hora sería cuando me trajeron la comida, como me habían quitado el reloj, andaba algo desorientada. El funcionario abrió la puerta y se quedó mirando las mantas y las sábanas que yo había tirado al suelo; luego, dejó una bandeja con comistrajos sobre una pequeña mesa y se fue escudriñándome como si fuera una apestada. Sólamente el olor de la comida, volvió a hacerme estornudar de nuevo pero, cuando me calmé volvieron los recuerdos de mi pequeño. Me arrepentí de haberlo entregado; ahora el niño me extrañará y tal vez esté llorando, si, llorará siempre porqué ya no estoy con él."
 

 Escuché la historia de aquella mujer con  estupefacción y una dosis importante de dolor pero, al fín y al cabo es mi trabajo y, además hasta aquel momento nadie lo había hecho.
 Miranda nunca había querido tener hijos, nunca mientras fue joven y se ponía el mundo por montera. Fue después de  cumplir los cuarenta cuando se empezó a obsesionar con la maternidad; pero Miranda estaba acostumbrada a conseguir las cosas fácilmente, de una manera rápida y, aunque no era ninguna estúpida, su mente había terminado por perturbarse hasta tal punto de  pensar en robar un niño y cuidarlo durante unas semanas; después lo devolvería y en su enajenación pensó que así se arreglaría todo y saciaría su instinto maternal; ni siquiera quiso aceptar el hecho de que el niño falleciera de muerte súbita una noche. A la mañana siguiente lo envolvió en una manta y se dirigió con él en brazos a la comisaría más cercana.

 Han pasado cinco largos años y Miranda sigue interna en un psiquiátrico, preguntando por el niño a todo el que se encuentra. Mis esperanzas de que algún día se recupere están casi olvidadas; le he explicado que el niño está muerto pero ella no quiere escucharme y se va. Cuando nos volvemos a ver me vuelve a decir que necesita contar su historia porqué alguien está llorando y yo la escucho una vez más.

                                                           FIN