Cuando aquella mañana, Catalina salió de casa, no lo hizo con mucha convicción; llevaba dos meses repartiendo currículums por las empresas y no había recibido respuesta alguna; así que estaba dispuesta a trabajar en lo que fuese, todo menos seguir malviviendo con la precaria pensión de su madre, ya que las dos mujeres, apenas conseguían llegar a final de mes.
Y cuando vió aquel anuncio en el periódico:"mujer joven, se busca para restaurante," no se lo pensó dos veces y decidió probar suerte.
Bien es cierto que ella, auguraba para sí, un futuro mucho más prometedor; pues aunque pobre, tenía porte de princesa y unos remarcables aires de grandeza, que como su madre siempre decía; "a saber a quien diablos habrá salido."
Se dió el visto bueno a su indumentaria, y se encaminó hasta la dirección que llevaba anotada en la agenda.
Ya, cuando se bajó del autobús, tuvo una extraña sensación de desarraigo; todo estaba muy solitario, y lo más extraño era que aquel sitio parecía estar cerrado a cal y canto y no obsevaba ningún tipo de movimiento, cosa inusual, porqué era verano y un restaurante situado en un barrio marítimo.
Estaba a punto de volver a la parada del bus y regresar a su casa, pero Catalina que siempre fue imprevisible, se vió de pronto en frente del edificio y llamando al timbre; advirtió asomarse desde la ventana del piso superior, a un tipo bastante mayor y de aspecto vulgar, que se quedó prendado en cuanto la vió y le dijo desde arriba que esperase un momento.
Catalina que siempre fue muy coqueta, sacó del bolso su espejito y sonrió al comprobar que el comentario que le había oído murmurar al tipo por lo bajo, era cieto y que sería pan comido conseguir el trabajo.
Ella, siempre tan segura de si misma y capaz de controlar cualquier situación, no dudó en entrar, a pesar de que el hombre le doblaba la edad y cualquiera hubiera notado en él, una bipolaridad bastante evidente.
Ya de niña le gustaban los juegos arriesgados; todos los veranos se iba un mes a casa de sus abuelos, más por imposición familiar que por propia iniciativa, pero en vez de jugar con sus amigas del pueblo, a ella le gustaba provocar al anciano vecino de estos, que aunque ya peinaba canas, siempre había sido un vicioso empedernido; para ella sólo era un juego inofensivo, entraba de puntillas en la casa del anciano y dejaba la puerta abierta, se acercaba a él muy lolita y juguetona, el viejo se ponía a cien en cuanto la veía y comenzaba a tocarse sus partes, en cuanto trataba de agarrarla, ella se echaba a reir a carcajadas y salía corriendo de allí, este ritual torturaba al anciano vecino, que vivía sólo y tampoco tenía nada mejor en que pasar el tiempo.
El tipo del restaurante no le escatima elogios a Catalina y ella los recibe encantada, abre una botella de vino del caro y le regala un paquete de winston, que ella acepta sin reparos; lleva días tasando sus cigarros y estos le saben a gloria bendita.
Aunque sabe perfectamente que están sólos, lo que a ella le está empezando a preocupar son los ladridos de los perros, que parecen salir de la habitación contígua, él le dice que son enormes, pero que sólo son los guardianes de la casa y que nada tiene que temer; pero si había algo en esta vida que aterrorizara a Catalina, eran precisamente los perros enormes, que no paraban de ladrar, le daban verdadera grima, y el miedo estaba empezando a dibujar una extraña mueca en su cara.
Nota que el tipo ha cambiado su afable tono de voz, por otro mucho más distante y ella sabe que es la línea comprimida de su boca lo que la delata, teme que él y los perros puedan oler su miedo y de no parecer ya, la chica fascinante que deliberadamente pretende aparentar; sinó una presa fácil y débil, a merced de cualquier salido.
Desvía la conversación al terreno laboral, que él desde un principio intenta obviar, concentrándose mucho más en su anatomía, pero el vino está empezando a marearla y el miedo a debilitarla. Observa la cara del tipo que ya no tiene ese gesto veleidoso, sinó una total falta de expresión, sabe que ha perdido el control y que tiene que salir pronto de allí.
Se levanta de la silla, con intención de irse; pero él, que ha dejado de ser amable la coge por los brazos y la vuelve a sentar, ella le mira fíjamente a los ojos y despues hacia la puerta donde sabe que están los perros, está empezando a sudar y no puede disimularlo, se ve a si misma descuartizada, en medio de la sala y al tipo hurgando en lo desperdicios, esparcidos por todas partes.
Está tan concentrada en sus propios temores, que no siente el cuchillo que le está desabrochando los botones de su blusa, hasta que la fría hoja dibuja líneas torcidas en su vientre, anunciándole que ahora los perros son el menor de sus problemas.
No había tenido tiempo de imaginarse otra forma de morir, y ahora estaba segura de que no saldría de allí con vida.
Pero Catalina, que incluso estando al límite no se dá por vencida, ensaya la última escena, en medio de su particular cruzada contra el miedo; siente la fría hoja debajo de su falda y deja que una sonrisa lasciva, asome por su cara; el hombre satisfecho, se relaja en su perversidad y ella juega con la empuñadura del arma, mientras se desnuda lentamente...lo hace sin dejar de cautivarle con el duende de sus ojos y sin soltar la daga.
Ahora está encima de él, que enajenado en la belleza de su cuerpo y en atender los reclamos del suyo, no repara en que el cuchillo ya está hendido en su pecho, no lo hace hasta que ve su propia sangre fluir a borbotones a través de su camisa.
Sus dos pitbulls anuncian su final con aullidos plañideros y lo último que recogen sus pupilas, son los enormes ojos de Catalina, y en ellos, una pincelada borrosa de odio, pero no de miedo.
CONTINUARÁ...