Una mañana, salí de mi casa despistada y alguien me robó el bolso. En él llevaba un calendario con los meses calurosos marcados en rojo. Un indivíduo que no alcancé a ver, arrancó las páginas y me dejó sólo las del frío invierno, con sus lluvias abundantes y alguna que otra tormenta.
Desde entonces, sólo salgo los días de lluvia, con la única compañía de mi paraguas. Me resguardo en la primera cafetería que veo, y observo las gotas lentas y transparentes, resbalar a través de los cristales; me entretengo contemplando a otras gentes como yo y, me gusta imaginar que a ellos también les robaron el verano. Me demoro más de lo debido con el café negro, e ignorando el detalle de que nunca lo azucareo, lo remuevo compulsivamente, durante tanto rato, que cuando me lo quiero tomar ya está frío. Otras veces, juego con el humo de mi cigarro, y dibujo circulitos que se esfuman en el ambiente y, nunca sé donde van a parar. Me gustaría que al menos uno, se quedara atrapado en algún rincón próximo a mí, y poder recuperarlo, pero nunca lo consigo. Las conversaciones ajenas violan mis oídos, y yo las siento retumbar perdidas, en medio de risas circunstanciales; montones de gabardinas enfundando cuerpos como el mío y diferentes. Por un momento, fantaseo con otra época, y acaricio la idea de haber topado con uno de aquellos lujosos sitios del Madrid de los cuarenta; me siento como una espía, deambulando entre alemanes y anglos, y perdida sin saber a quien pasar información. Aún así, no quiero salir y ver lo devastado que está todo; luego, vuelvo a mirar a través de los cristales, y sólo veo la lluvia caer.
Entonces, de alguna manera, comprendo que es el momento de pedir un whiskey y me entono, y sonrío, y todo el mundo parece notarlo; porqué de pronto todos los hombres se me acercan y me hablan; yo no sé que decir y me quedo callada, pero sigo sonríendo; mientras, unas mujeres de pelo oxigenado y labios pintados de rojo, alaban mi indumentaria. Yo extrañada, me miro y sólo veo mi mugrienta gabardina, raída por el paso del tiempo. Una de ellas se entusiama con mi sombrero; yo me lo quito y, se deshace en mis manos, dejando una estela de polvo negruzco. Todos se ríen y yo quiero irme de allí, pero sigue lloviendo mucho y decido quedarme y pedir otro whiskey.
Cuando se hace de noche quiero que todo el mundo se vaya, para poder irme yo; pero nadie parece tener prisas. Saco mi teléfono móvil; definitivamente, no son los años cuarenta; mi teléfono es de última generación. Animosa, marco números al azar pero no consigo hacer una sola llamada. Mi agenda está vacía y mi álbun de fotos también. Seguramente, ya no quedan conocidos en mi estación. Me doy cuenta, que el lugar donde estoy es humilde, aunque con notas de color, ese color que da la estridente pobreza y, donde la gente parece fácil de contentar. Pero tampoco logro encajar bien. Será porqué mi vestido es de seda y ya no necesito sombrero. No sé dónde habrá ido a parar mi vieja gabardina, y yo no tengo pinta de misteriosa espía. No se me pasa por la cabeza coquetear, pestañeando como una idiota y que alguien se piense que se me ha metido algo en el ojo, o peor aun, que se crean que tengo un tic nervioso. No quiero que se fijen en mí, no quiero que se rían otra vez.
Pero hubo una tarde en que la lluvia parecía amainar, y yo, tentada estuve de pasear protegida por el paraguas; pero el cielo cada vez clareaba más, y hubo un momento en que casi me ciega un arco iris. Es que no llevaba gafas de sol, por eso tuve que entrar.
Ha dejado de llover, y un ligero rayo de sol atraviesa los cristales de la cafetería, posándose justo en mi cara. Es entonces, cuando alguien me dice que todo el sol que me alcance siempre me cegará; porque me han robado los meses calurosos y ya sólo puedo ver la lluvia caer. Reconozco mi gabardina en el cuerpo de otra mujer, y comprendo que me he quedado también sin invierno.
FIN
Desde entonces, sólo salgo los días de lluvia, con la única compañía de mi paraguas. Me resguardo en la primera cafetería que veo, y observo las gotas lentas y transparentes, resbalar a través de los cristales; me entretengo contemplando a otras gentes como yo y, me gusta imaginar que a ellos también les robaron el verano. Me demoro más de lo debido con el café negro, e ignorando el detalle de que nunca lo azucareo, lo remuevo compulsivamente, durante tanto rato, que cuando me lo quiero tomar ya está frío. Otras veces, juego con el humo de mi cigarro, y dibujo circulitos que se esfuman en el ambiente y, nunca sé donde van a parar. Me gustaría que al menos uno, se quedara atrapado en algún rincón próximo a mí, y poder recuperarlo, pero nunca lo consigo. Las conversaciones ajenas violan mis oídos, y yo las siento retumbar perdidas, en medio de risas circunstanciales; montones de gabardinas enfundando cuerpos como el mío y diferentes. Por un momento, fantaseo con otra época, y acaricio la idea de haber topado con uno de aquellos lujosos sitios del Madrid de los cuarenta; me siento como una espía, deambulando entre alemanes y anglos, y perdida sin saber a quien pasar información. Aún así, no quiero salir y ver lo devastado que está todo; luego, vuelvo a mirar a través de los cristales, y sólo veo la lluvia caer.
Entonces, de alguna manera, comprendo que es el momento de pedir un whiskey y me entono, y sonrío, y todo el mundo parece notarlo; porqué de pronto todos los hombres se me acercan y me hablan; yo no sé que decir y me quedo callada, pero sigo sonríendo; mientras, unas mujeres de pelo oxigenado y labios pintados de rojo, alaban mi indumentaria. Yo extrañada, me miro y sólo veo mi mugrienta gabardina, raída por el paso del tiempo. Una de ellas se entusiama con mi sombrero; yo me lo quito y, se deshace en mis manos, dejando una estela de polvo negruzco. Todos se ríen y yo quiero irme de allí, pero sigue lloviendo mucho y decido quedarme y pedir otro whiskey.
Cuando se hace de noche quiero que todo el mundo se vaya, para poder irme yo; pero nadie parece tener prisas. Saco mi teléfono móvil; definitivamente, no son los años cuarenta; mi teléfono es de última generación. Animosa, marco números al azar pero no consigo hacer una sola llamada. Mi agenda está vacía y mi álbun de fotos también. Seguramente, ya no quedan conocidos en mi estación. Me doy cuenta, que el lugar donde estoy es humilde, aunque con notas de color, ese color que da la estridente pobreza y, donde la gente parece fácil de contentar. Pero tampoco logro encajar bien. Será porqué mi vestido es de seda y ya no necesito sombrero. No sé dónde habrá ido a parar mi vieja gabardina, y yo no tengo pinta de misteriosa espía. No se me pasa por la cabeza coquetear, pestañeando como una idiota y que alguien se piense que se me ha metido algo en el ojo, o peor aun, que se crean que tengo un tic nervioso. No quiero que se fijen en mí, no quiero que se rían otra vez.
Pero hubo una tarde en que la lluvia parecía amainar, y yo, tentada estuve de pasear protegida por el paraguas; pero el cielo cada vez clareaba más, y hubo un momento en que casi me ciega un arco iris. Es que no llevaba gafas de sol, por eso tuve que entrar.
Ha dejado de llover, y un ligero rayo de sol atraviesa los cristales de la cafetería, posándose justo en mi cara. Es entonces, cuando alguien me dice que todo el sol que me alcance siempre me cegará; porque me han robado los meses calurosos y ya sólo puedo ver la lluvia caer. Reconozco mi gabardina en el cuerpo de otra mujer, y comprendo que me he quedado también sin invierno.
FIN