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CATALINA CAPÍTULO IV

Aquella, era la última tarde que Catalina pensaba pasar allí, la última de aquel largo verano...El único que se había visto privada de la playa, de las tardes con los amigos, de la sidra escanciada; ya nunca más sería lo mismo, ya no volvería a respirar el aire de su ciudad, ni tampoco quería volver a ver a nadie que conociera antes, ni que le recordase quien era.
 Estaba sentada en el banco de piedra con los brazos rodeando sus rodillas, soportando el calor abrasador que todas las tardes, descaradamente se clavaba en el patio del módulo 5; dispersada su mente entre la catalina de antes, y las catalinas de ahora, porqué ya ni sabía, cuántas vivían en ella; al principio, sólo veía a una, pero después fueron apareciendo más; la catalina que ella conocía muy bien, luego estaba la otra, la justiciera, la que siempre acababa tomando las decisiones finales, la que a su vez se subdividía en muchas catalinas libidinosas y perversas; sobre todo en lo relativo al sexo, le cabreaba que siempre fueran a su bola, y no contaran con ella, se sentía como un envase vacío, que ellas utilizaban a su antojo, y al final eran las que disfrutaban, pero ella no sentía nada.
 Aún siendo consciente de su dispersión, seguía reconociendo su yo, no se le ocurría ir por ahí hablando sóla, y que la tildaran de loca de atar; pero tampoco podía imponerlo ante las otras, y sabía que nunca se las quitaría de encima.

  
Carlos simulaba ojear el periódico, aquella mañana que presentía la última con su familia; los niños enredaban con el nesquik, mientras Marta, su mujer les preparaba las mochilas.
 Él no le veía color, al plan urdido por Catalina; pero que otra cosa podía hacer...Su familia ya no la sentía suya, su casa se había convertido para él, en una cárcel peor que la de ella; y prefería morir a su lado, antes que no volver a verla.

 Es difícil, encontrar aliadas en una cárcel de mujeres; están las más avezadas, da igual que sean lesbianas, heterosexuales, bisexuales... Cuando ya llevan mucho tiempo dentro, ya ni saben lo que son; pero imponen su ley, por las buenas o por las malas; y casi siempre tienen a alguien que las ayuda desde fuera, muchas veces, sólo son el caballo de turco de una mafia bien orquestada, pero allí dentro mandan; y están las indefensas chicas de barrio, que un día cometen un delito y no tienen dinero para pagarse una fianza; da igual la naturaleza del mismo; poco hubiera importado, donde hubiera ido a parar el cuchillo, si Catalina hubiera sido una niña rica o el hombre al que mató, no hubiera pertenecido a una de las familias más influyentes de la ciudad, en una más que evidente defensa propia; que más dá, que dentro de ella se removiera una múltiple personalidad, una incipiente bipolaridad o simplemente sufriera de stress postraumático; al final la psicóloga adjudicada para determinar si estaba en su sano juicio o no, se limitó a mostrarle una serie de dibujitos absurdos, las mismas plantilas arcanas que le enseñan a cualquier persona que pasa a disposición judicial, pero que no sirven para diagnosticar nada.

 Al fin y al cabo, para los más débiles, la suerte ya está echada desde el principio, y siempre le costará menos al estado hacinarlos en una cárcel, que no enviarles a un centro psiquiátrico, cuando la mayoría de enfermos mentales, están internados en geriátricos, en un cóctel donde conviven: enfermos de alzheimer, depresivos, seniles y todo tipo de psicopatías nadando en la misma coctelera, sin ningún tipo de atención individualizada; eso si, si se tiene dinero para pagar una clínica privada, la cosa cambia, otra cantar ya es, que los impuestos recaudados con el trabajo de todos, se resientan demasiado, invirtiendo más en la infraestructura necesaria para que estas cosas no ocurran. No vaya ser que las arcas se queden mermadas y haya que restringir otro tipo de gastos.


Sólo faltan 3 horas para que las puertas se abran para Catalina, y ella saca ropa de su pequeña maleta, que va tirando sobre la cama, amontonándola una encima de otra, se jura a si misma que pasará algún tiempo, antes de que vuelva a ponerse unos vaqueros y una camiseta; piensa comprarse mucha ropa, cuando logre quitarse el olor a cárcel del cuerpo; se queda mirando un sencillo vestido negro entallado, que ni siquiera sabía que estuviera allí, a ella no le gusta ese color en verano, no obstante se lo pone y se pasa las manos despacio por sus caderas, repite para sus adentros que por hoy pase, pero que no va dejar que en el futuro, nadie elija su ropa, hubiera preferido ponerse otro blanco de tirantes, de estilo ibicenco, pero sólo lo dobla con mucho cuidado y lo vuelve a guardar en la maleta.

 Inquieta, mira el reloj, como si así, apurara al tiempo y la espera no se le hiciera tan insoportable; de soslayo ve como Celia duerme, igual que todos los días a esas horas, en realidad es lo único que sabía hacer: ponerse ciega de pastillas, comer y dormir; nunca supo, ni le interesó demasiado, quien diablos le pasaba tantos orfidales, que la mantenían la mayor parte del tiempo aplanada como un sapo; lo único que sabía, es que a ella le había venido muy bien, que su compañera de celda fuera una pobre desgraciada; aún así, nunca sintió lástima por ella, en realidad Catalina hacía mucho tiempo que no sentía nada por nadie.
 Ni siquiera, cuando su madre venía a visitarla, y la veía a través de de la cabina de visitas, despertaba en ella, ningún tipo de pena, sonreía y hablaba con ella por el telefonillo, esperando que pasara el tiempo y tuviera que marcharse, pero sus rasgos no reflejaban ningún tipo de emoción; ahora que sabía que ya no volvería a verla, recordaba sus reproches, sus riñas, sus ojeras marcadas, dibujando un rostro demasiado envejecido, demasiado lleno de dolor y desencanto; siempre pensó que su madre era la viva imagen de la amargura andante; algo en su interior, no la permitía recordar si en realidad la había querido alguna vez, o si alguien la había querido a ella de verdad; y ese algo le repetía, que todos los sentimientos estaban sobrevalorados, y le imponía la firme convicción de que en boca de la gente, las palabras salían con demasiada fluidez, bla,bla,bla...Pero que la mayor parte del tiempo estaban vacías.

 La única certeza que tenía, y que no necesitaba que nadie le recordase, era que nunca había lamentado la muerte de su padre, ser hija única, no le había regalado el título de princesita a sus ojos; al contrario, siempre había sentido que ese hombre de campo, tosco y rudo, jamás la había valorado como se merecía, le recordaba siempre, apartando sus mejillas, cada vez que ella le intentaba dar un beso, o aquel gesto burlón, cuando le enseñaba con orgullo, las buenas notas que sacaba; él torcía la boca, y le decía:  -eso es lo que tienes que hacer... Y se largaba. Cuando el cáncer, estaba extinguiendo su vida, y ya quedaban pocos gestos que torcer, Catalina, se quedó la última noche junto a él, quieta y sin derramar una sóla lágrima, mirándolo como quien espera al final de una fila, que le llegue el turno para algo, deseando que todo acabase y pasar página de una vez.

 Cuando se daba cuenta de lo sóla que estaba, ella se arrinconaba siempre en la misma esquina de su celda, la que quedaba justo entre el armario y su cama; lloraba en silencio, se cubría la cara con sus manos, y apretaba la sien fuertemente con sus dedos, para que el llanto se quedara allí aprisionado, y las voces no la martirizasen más.

Carlos sabe que algo no va bien, conduce tan despacio, que los demás coches ya le han pitado varias veces; ya no puede pensar y conducir al mismo tiempo; aparca su coche en una plaza que ve vacía,  al lado del supermercado; y se queda ensimismado, con las manos sujetando el volante fuertemente, como si así pudiera controlar la situación y no se le estuviera escapando de las manos.
Abre la guantera y comprueba que ha conseguido todo lo que Catalina le pidió: los billetes de avión, su nueva identidad, dinero y la pistola, para que diablos le habría pedido ella una pistola?.

 Coge el pequeño revólver, y le pasa la mano despacio, como si lo estuviera acariciando, saca el cargador, lo apunta hacia arriba, echando el conjunto móvil hacia atrás y sacando las balas de la recámara. Definitivamente, había decidido que era muy peligroso andar por ahí con una pistola cargada, al fin y al cabo, si la cosa no salía bien, alguien podía salir herido, y pensaba que la insistencia de Catalina en el arma con toda su carga, tal vez fuera uno más de sus caprichos; guardó las balas en el bolso interior de su cazadora y repasó la nueva identidad de ella, que trabajo y dinero le había costado conseguir... Las cosas ya no eran como antes, que cualquiera te podía hacer un carnet falso y colaba. Ahora cambiarse el nombre costaba mucho dinero, y encontrar un contacto que hiciera el trabajito y fuera de fíar, aún lo hacía todo más complicado; pero al final lo había conseguido y eso era lo que importaba; tantea los dos billetes de avión, agitándolos con las manos, y repara en el hecho de que Catalina, en ningún momento le había dicho que él, entrara en los planes de su nueva vida; lo de acompañarla había sido idea suya, de pronto le pasan por la mente ideas derrotistas, que desecha inmediatamente.
el móvil acaba de sonar, ya falta muy poco para reencontrarse con ella, y Carlos se pone de nuevo en marcha; la tarde está lluviosa y el ziz zas del parabrisas hace que sus ideas se entremezclen deprisa, sin tiempo ya de evitar nada, de lamentar nada.
 y vuelve a pensar que prefiere morir a su lado, antes que no volver a verla...

                                                                CONTINUARÁ...